Acta Herediana vol. 63, N° 2, julio 2020 - diciembre 2020
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Y se pusieron en marcha: ella, un par de pasos
por delante, algo apurada y decidida, como si
alguien atizara sus movimientos desde atrás
o la convocara desde un horizonte lejano; y
él, sereno, casi cansino, observando desde su
posición de qué modo esa ciudad sin nombre
la iba engullendo de manera impía. A esa hora
ya no oscurecía más; los colores se habían
atrincherado en sus reductos, conformando
bloques, meandros u hondonadas donde
los ojos, si miraban en demasía, hacían del
naufragio de la vida una realidad abrumadora.
La berma central de la avenida, enclaustrada
entre sus árboles viejísimos, le hacía pensar
a él en la nave de una iglesia sumergida en
el océano y recordar el poema sinfónico de
Debussy, tan callado, tan diáfano y veraz. A
ella, en cambio, le traía a la mente una serie de
recuerdos dolorosos de su infancia, episodios
plagados de abismos y negrura que resultaba
necesario exorcizar aunque su ingreso en estos
le generara un pavor todavía más hiriente.
Caminaron unas cuadras más en dirección a
las brumas y la cabecera de las playas en una
especie de descenso a un territorio inexplorado.
Ni siquiera él, que antes de conocerla, había
vivido en esta parte de la ciudad a la que
ahora arribaban, podía dar cuenta del cambio
experimentado.
- ¿Qué pasa? -le preguntó ella, bajando la
intensidad de su caminata e igualando el
ritmo de su pareja.
- Ya no reconozco nada de esto -le dijo él, con
un sentimiento cercano a la apatía. -Es decir,
la ciudad sigue siendo, en esencia, la misma
de siempre, la que yo conocí de pequeño
y recorrí en mi juventud. Pero ya no me
reconozco en ella; por más esfuerzo que esté
en capacidad de hacer, ya no me veo ni
siento parte de este lugar. Soy un extraño.
Ella le echó una mirada de pena y continuó
caminando por entre el armazón de ramajes
y sombras enervantes. Desde su ubicación
a la zaga la vio, una vez más, escabullírsele
de su espacio más íntimo en pos de algo que
parecía hallarse más allá de lo que él parecía
capaz de ofrecerle. Mirarla, como lo estaba
haciendo en este momento, era detenerse de
manera demudada en un futuro ilusorio, en un
ideal armado improvisadamente sobre unas
estructuras tan cuestionadas como endebles.
Porque, y esto era algo que se lo preguntaba
con una frecuencia inusitada, ¿quién era ella, a
n de cuentas? Y, sobre todo, ¿qué representaba
para él alguien como ella en un momento como
este en el que prácticamente había cedido todo
fervor, toda energía juvenil en benecio de una
llaneza, una parquedad, una calma semejante
al abandono? Entonces, ¿de qué modo podía
equiparar el brío y la juventud de esa mujer
tan joven, casi una adolescente, si la conducta
de él se aproximaba más a la pasividad y a
veces incluso a la renuncia?
- Siento que yo, como el personaje de la
novela de Mishima, he vivido de espaldas
a aquello que siempre quise hacer o que por
mi juventud e inexperiencia tendría que
estar haciendo ahora mismo. Y eso me pone
mal.
La tenía a un palmo de distancia, casi tan
cerca como para enlazarle el talle con su
brazo o tomarla de la mano como a una
pareja convencional. Pero prefería este
distanciamiento, una separación que desde
que se conocieron había sido una cláusula entre
los dos, una suerte de contrato establecido de
manera no verbal pero que respondía a su
condición particular de pareja. Ello era algo
así como un rastrearse, un ejercicio de calma
y codicia pendular, un verse y desearse,
mirarse y tantear, pero sin concretar, por lo
menos no hasta que estuvieran de regreso en