Acta Herediana vol. 62, N° 1, enero 2019 - junio 2019
1 Vicerrector académico, UPCH
Una aproximación a
Honorio DelgaDo
An approach to Honorio Delgado
José r. espinoza
1
E
l presente 28 de noviembre se cumplen
cincuenta años de la partida de Don
Honorio Delgado Espinoza, fundador,
primer rector y primer doctor Honoris Causa
de nuestra Universidad Peruana Cayetano
Heredia. Animado por las conversaciones con
el Dr. Roger Guerra García, ex rector, y el Dr.
Renato Alarcón, titular de la Cátedra Honorio
Delgado, quienes cultivan la memoria histórica
de nuestra casa de estudios, he querido ejercer
la imaginación de la escritura en base de la
lectura de los escritos de don Honorio y de
los presentes, sobre aquella mañana decisiva
de concepción de la institución que devino
eventualmente en la Universidad Peruana
Cayetano Heredia.
Este acontecimiento trascendente en la historia
de la universidad en el país, seguramente
llevó a don Honorio Delgado momentos de
profunda reexión ante las vicisitudes de los
hechos que tuvo que vivir en aquel tránsito.
En el entendimiento que la historia es siempre
una aproximación a un pasado inasible que
intentamos devolver de los dominios del
Dr. Honorio Delgado Espinoza (1892-1969)
olvido, pido la consideración favorable por
las libertades tomadas en la descripción de los
protagonistas y los hechos.
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I
La mañana de invierno del 25 de julio de 1961
se levantó muy temprano con la incertidumbre
de lo que resultaría de la asamblea citada para
el mediodía en el Paraninfo de la Facultad de
Medicina de San Fernando. Le parecía extraño,
que a pesar de la disposición metódica con que
acometía sus asuntos, en la que podía contar
con un conjunto de acciones premeditadamente
decididas para llevarlas a cabo, esta era una de
esas situaciones en la que los acontecimientos
se sucedían precipitadamente, sin ningún
control, y se preguntaba porqué las
circunstancias, impredecibles, lo colocaban
en una situación extrema en la que había que
tomar una última decisión sin la alternativa
de asirla por la disuasión o la postergación.
Le inquietaba desconocer si los eventos que
se avecinaban por suceder resultarían en algo
mejor, que sería para bien, encaminados en el
ideal de una genuina educación de la juventud,
lo había dicho en diversas oportunidades, que
le animaba el n superior de la formación de
los estudiantes, pero que estos esfuerzos, los
suyos, representaban para los estudiantes
descarriados lo tradicional, conservador
y que lideraba un sistema de despotismo
ilustrado ajeno a las imperiosas necesidades
del país. Sentado en la mesa del comedor de su
apartamento y con el diario extendido sobre la
mesa buscaba alguna noticia de lo que acontecía
en San Fernando, “los senadores habían declinado
pronunciarse sobre el asunto y han diferido el
dictamen al consejo interuniversitario.” No les
incumbe la educación -se dijo al terminar la nota
periodística- y resuélvanlo ustedes, entendió
el mensaje, era claro, su propuesta no tenía
ninguna opción, la lucha ha sido infructuosa,
pensó. De costumbres frugales, solo había
bebido una taza de té acompañado de unas
galletas ríspidas de avena mientras escuchaba
las noticias porque le apremiaba saber si algo
más se mencionaba en el noticiero que se
emitía por las mañanas en la radio, aún tenía la
esperanza secreta que todo se resolvería bajo el
imperio de la razón y la concordia. Que, todo
no pasaría de un malentendido, un arrebato
pasional que daría paso al entendimiento luego
de extinguido el fuego de la indignación y la
efervescencia política universitaria. Algunos
días atrás, Alberto Hurtado y Víctor Alzamora
le espetaban respetuosamente que no había
otra salida y si estaría de acuerdo con ellos que
tenían ya la rme resolución de la renuncia, se
habían movilizado con un grupo de profesores
que se adherían al movimiento; consideraban
que la situación se hacía insostenible, que
agotados los esfuerzos por contener los avances
del desgobierno en la facultad no quedaba otra
alternativa. “Don Honorio, ¿Está Ud. dispuesto a
liderar el movimiento, sabe que es una causa justa y
persigue un bien superior?” -le había preguntado
Alberto Hurtado con esa mezcla de solemnidad
y franqueza a la que estaba acostumbrado.
Tenía una alta estima y admiración por
Alberto, por su dedicación a la investigación
y a la formación de los estudiantes. Alberto,
cuya educación norteamericana le había
inoculado el germen de la acción práctica bajo
la certidumbre de su voluntad férrea, estaba
inconmoviblemente convencido de que no
había otra opción, tenían que irse. Sabía que
para Alberto fundar una nueva institución
universitaria no escapaba al escenario de las
futuras opciones después de la partida. Una
universidad de excelencia con su escuela de
medicina modelada como una institución
de enseñanza e investigación, semejante a
aquellas en las que se había formado, pero
por sobre todo de investigación al servicio del
país, le había escuchado decir en repetidas
oportunidades a los médicos más jóvenes. Era
quizá una diversidad en el acento, el cultivo
de las humanidades es el fundamento de la
educación, era el pensamiento que emergía
cada vez que escuchaba a Alberto compartir
ese anhelo.
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II
No -dijo Honorio- no estoy seguro si debo
hacerlo.” Consideró su edad, cumplía en pocos
meses setenta años, quería dedicarse a leer, a
escribir, a terminar libros suyos, planes que
había esbozado mientras completaba la última
colección de ensayos que tanta alegría le
habían suscitado al escribirlos. Se sentía en su
elemento en la reexión intelectual, absorbido
en el manantial de pensamientos de las obras
de la última losofía existencialista alemana,
Hartmann y Jaspers -este último como él,
médico, psiquiatra, lósofo, con quien sostuvo
un enfervorizado encuentro intelectual-
dedicándoles sendos ensayos losócos que
exponían su concepción del hombre y de
la existencia. Consideraba a Jaspers su par,
estaba a su altura, como él, decantado de la
praxis psiquiátrica a la losofía, le tenía muy
en cuenta en sus reexiones sobre el ser del
hombre. Sentía que requería poner en el centro
de su reexión al hombre en su condición
absoluta insondable y del espíritu dimanaba
la trascendencia de su existencia. Tenía que
dedicarle al desarrollo de este tema central un
tratado que complete su obra lograda sobre
la psiquis, que le demandaría la dedicación
de años de intensa investigación, reexión
y de escritura. Esa imagen le entusiasmaba,
le llenaba de bríos. Había escrito sobre las
ultimidades y los arcanos del ser frente a
Jaspers, frente a Hartmann. Lo contrastaba
con el carácter peruano y la dicultad para
profundizar y perseverar, por ello lo raro de
las obras originales y de largo aliento de sus
compatriotas. No bastaba haberlo señalado,
él tendría que demostrarlo una vez más con
este tratado que fundamente y unique el
pensamiento losóco que le desbordaba por
dentro en la necesidad de ser, de asir, de estar;
le inquietaba el tiempo que le apremiaba para
dedicarse a la obra que complete su legado. Lo
había dicho a sus amigos, a los cincuenta y cinco
años dejaría la práctica médica, se recluiría en
el campo de Santa Clara dedicado al “otium
cum dignitate” de leer, de escribir, de completar
una obra profunda sobre la condición humana,
fundamento de su teoría sobre la psiquis del
hombre. Esbozó una sonrisa, como si aquel
universo de la inteligencia y la cultura a la
que había dedicado su vida le confortaba con
un hálito de esperanza en la vorágine de los
acontecimientos recientes. Pero la demanda del
país en estertores políticos consuetudinarios
siempre exige más, así asumió el ministerio
de educación de un gobierno que atravesaba
dicultades políticas. No le podía decir que no
a José Luis, compañero de toda la vida desde los
primeros años en Arequipa y ahora presidente
del Perú con una feroz oposición política que
no le permitía ejercer a plenitud el gobierno
de la nación. Luego, asumir el decanato de
la Facultad de Medicina de San Fernando,
sin siquiera pensar que las circunstancias lo
colocarían al centro de unos acontecimientos
tan externos a su talante. Una vez más la
intromisión de la política ideologizada
devastaba lo que se avanzaba en educación.
En la política, “lo negativo está constituido
principal y decisivamente por los herederos
del radicalismo intolerante e incomprensivo
del siglo pasado y los nuevos fanáticos de
la subversión universal que amenazan la
plenitud de la cultura por su ceguera para
los valores espirituales supremos.» Alberto
estaba convencido que el apoyo de Honorio
era el fuste necesario para dar el soporte y
el momento al movimiento de los docentes
de San Fernando, que su estatura contendría
el embate subversivo de la politización de
la educación médica. Convencido de ello
Alberto le respondió: “Don Honorio es una
respuesta que no acepto en virtud de nuestra
amistad y la valía del Honorio Delgado que todos
nosotros conocemos.” No lo esperaba ni le fue
indiferente; en Alberto veía la objetivación
de los principios que había defendido en sus
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asuntos cotidianos y plasmado en sus escritos,
pero por sobre todo la autoridad ganada por
sus virtudes personales, que como Alberto, se
habían dedicado a los nes superiores de la
ciencia, la docencia universitaria, la atención
al necesitado y la praxis médica. Había escrito
sobre algunas cumbres de la humanidad
anes; sobre Gracián, jesuita perspicaz de
evidente sabiduría y desencanto; de Cajal, un
rebelde portento en la ciencia; Paracelso, un
grande desconocido; y, Raimondi, dedicado
descubridor del Perú. En ellos reconocía la
voluntad de vencerse a uno mismo. De la obra
construida a pulso por la voluntad del espíritu
en el esfuerzo prolongado de elevarse. Por ello,
las circunstancias actuales de la Facultad de
San Fernando le resultaban inaceptables, que
el esfuerzo por la excelencia académica que
Alberto, como él, se exige a sí mismo y exigía
a los demás, se relegue ante el mandato del
promedio que se imponía no por la razón o el
conocimiento sino por la fuerza del griterío y de
la turbamulta. Alberto estaba en lo correcto, de
eso no tenía ninguna duda, pero consideraba
que él, un hombre que transita en la senda
nal de su vida, cómo puede ser el adelantado
de un porvenir incierto. No es responsable
-ponderó sobre sí mismo- considerarse parte
de un futuro al cual uno no pertenece, pero
acaso ¿no siempre es así? Seria quizá más
útil de compañero de ruta que de adalid
del movimiento, pero como decano estaba
obligado ponerse al frente de los centenares de
profesores de una facultad de la tradición de
Hipólito Unanue, de Cayetano Heredia, una
responsabilidad histórica que no podía evadir
sin mancillar lo que en su consideración era
uno de los valores más preciados que había
cultivado, la honra que distingue a los mejores,
que una vez dañada es imposible de restañar
sin dejar huella. “Dr. Hurtado -le dijo- 24 horas
para pensarlo y le respondo.” Alberto supo que la
respuesta de Honorio era ya una armación.
III
Se levantó de la mesa para dirigirse a su
ocina del Decanato en San Fernando, se
despidió de Helene, a quien le había contado
de modo general que este día era uno de esos
schwieriger Tag” que se resolvería de algún
modo, pero que no sabía cómo. Ella solo le dijo
Gute liebe, auf wiedersehen” al verlo salir con
la apostura digna connatural a su persona, en
la puerta del edicio de la Avenida Garcilaso
de la Vega le esperaba el chofer en la limosina
negra que le llevaría por la avenida Grau hasta
San Fernando, la mañana era gris, la ciudad
se movía en un estado de somnolencia, como
atrapada en la suave caída de un velo fúnebre,
una garúa que fastidiaba por su su gastada
insignicancia que le mojaba el casimir gris
que llevaba puesto, una vacua sensación de
ausencia parecía llegar a su encuentro en la
acera. Subió al auto como si tratase de huir
de esta mañana agónica de Lima plomiza.
Llego a la ocina y sabía que lo llamarían
cuando la convocatoria fuese plena. No había
ni siquiera culminado de ordenarse cuando
tocaron la puerta. Era Alberto que le dijo, “Don
Honorio, el paraninfo está colmado de profesores,
la convocatoria a la Asamblea de los Docentes de la
Facultad de Medicina de San Fernando había sido un
éxito.”, “Un momento Alberto, por favor” -le dijo
cerrando suavemente la puerta. Volvía sobre
sus pasos y pensaba que llevaría a un hombre
dedicado una vida a la práctica médica y la
reexión intelectual a sus casi 70 años a iniciar
la aventura incierta del cisma de una institución
en la que había pasado su vida entera. Qué
decisión difícil, pensó mientras recordaba que
había pasado su vida en la exigencia interior
de alcanzar los más altos niveles de conducta
intelectual y moral en la vida pública, la
docencia universitaria y la práctica médica en
San Fernando. Absorto en estos pensamientos,
levantó el teléfono y llamo a casa, “Liebe Helene,
das fünf, bitte”, Helene posó el auricular sobre
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100
la mesa, se sentó al piano y toco los primeros
compases alegres del concierto para piano
“El Emperador” de Beethoven. Honorio cerró
los ojos por un momento y en silencio pensó
en Helene, sentada al piano, deslizando sus
nos dedos sobre el teclado. Ella que lo dejó
todo en Alemania para venir con él al Perú,
aquí se casaron y Herminio Valdizán fue su
padrino. Siempre sentía que su ser interior se
extendía con Helene y lo lanzaba de vuelta al
mundo, sentía que la vida con ella era un viaje
no exento de belleza y alegría. “Danke meine
liebe”- dijo y colgó el teléfono al sentir que ella
se había detenido. Se le agolpó a la memoria
la llegada a Lima para iniciar sus estudios
de medicina, instructor de anatomía siendo
estudiante, la cerrada defensa por la enseñanza
de la siología, luego semiología, patología,
el psicoanálisis y el devenir en psiquiatra.
Aquí había sentido la satisfacción del ejercicio
de la docencia, del estudio y de la creación,
aquí había soñado con una vida dedicada a la
medicina y a la cultura, aquí en San Fernando lo
había logrado. Pero, también aquí lo fustigaron
sin entender porque lo hacían, lo señalaban
como un ser anacrónico adverso a los vientos
nuevos de la reforma, un aristócrata supérstite
del siglo pasado. No te opongas al agravio,
pensó. Seguidamente pensó que al frente de
los centenares de docentes decididos a dejarlo
todo atrás no había otra opción que dejar que los
acontecimientos se decanten solos. Se levantó
con un impulso instantáneo de vitalidad y
encontró a Alberto esperándolo en la puerta.
Vamos” -le dijo y caminaron en silencio por
el pasadizo que llevaba al paraninfo. “Quiera
Dios -se dijo poco antes de llegar a la puerta-
que la voluntad de su espíritu guíe las decisiones
de esta Asamblea” y al cruzar el vano escuchó
el ensordecedor aplauso que retumbaba el
paraninfo. Alberto -pensó- solo don Honorio
puede suscitar este aunamiento de voluntades.
Alguien le alcanzó un papel, le dijeron que era
un maniesto escrito por Víctor Alzamora, lo
leyó rápidamente mientras se desenvolvía la
vorágine inicial de la asamblea en la que se
sucedían los oradores uno más apasionado
que otros, volvió a leer el documento de Víctor.
Que se lea el maniesto” -exigió a los que lo
acompañaban en la alta mesa de la Asamblea
mientras le alcanzaba el papel al relator de
la asamblea. Cuando se inició la lectura un
silencio unánime se apodero del paraninfo,
lo que antes era un alborotada sucesión
de exclamaciones y reclamos, de pronto se
tornó en atención expectante y luego en vítor
general. “Alea jacta est” -se dijo a sí mismo- y
tuvo certeza que la suerte estaba echada, que
en este acto ocial como decano se despedía
de San Fernando y lo que se concebía en aquel
momento era un sueño propiciado por una
magnica concertación de voluntades.
Lima, agosto-septiembre del 2019.