Acta Herediana vol. 62, N° 2, julio 2019 - diciembre 2019
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asuntos cotidianos y plasmado en sus escritos,
pero por sobre todo la autoridad ganada por
sus virtudes personales, que como Alberto, se
habían dedicado a los nes superiores de la
ciencia, la docencia universitaria, la atención
al necesitado y la praxis médica. Había escrito
sobre algunas cumbres de la humanidad
anes; sobre Gracián, jesuita perspicaz de
evidente sabiduría y desencanto; de Cajal, un
rebelde portento en la ciencia; Paracelso, un
grande desconocido; y, Raimondi, dedicado
descubridor del Perú. En ellos reconocía la
voluntad de vencerse a uno mismo. De la obra
construida a pulso por la voluntad del espíritu
en el esfuerzo prolongado de elevarse. Por ello,
las circunstancias actuales de la Facultad de
San Fernando le resultaban inaceptables, que
el esfuerzo por la excelencia académica que
Alberto, como él, se exige a sí mismo y exigía
a los demás, se relegue ante el mandato del
promedio que se imponía no por la razón o el
conocimiento sino por la fuerza del griterío y de
la turbamulta. Alberto estaba en lo correcto, de
eso no tenía ninguna duda, pero consideraba
que él, un hombre que transita en la senda
nal de su vida, cómo puede ser el adelantado
de un porvenir incierto. No es responsable
-ponderó sobre sí mismo- considerarse parte
de un futuro al cual uno no pertenece, pero
acaso ¿no siempre es así? Seria quizá más
útil de compañero de ruta que de adalid
del movimiento, pero como decano estaba
obligado ponerse al frente de los centenares de
profesores de una facultad de la tradición de
Hipólito Unanue, de Cayetano Heredia, una
responsabilidad histórica que no podía evadir
sin mancillar lo que en su consideración era
uno de los valores más preciados que había
cultivado, la honra que distingue a los mejores,
que una vez dañada es imposible de restañar
sin dejar huella. “Dr. Hurtado -le dijo- 24 horas
para pensarlo y le respondo.” Alberto supo que la
respuesta de Honorio era ya una armación.
III
Se levantó de la mesa para dirigirse a su
ocina del Decanato en San Fernando, se
despidió de Helene, a quien le había contado
de modo general que este día era uno de esos
“schwieriger Tag” que se resolvería de algún
modo, pero que no sabía cómo. Ella solo le dijo
“Gute liebe, auf wiedersehen” al verlo salir con
la apostura digna connatural a su persona, en
la puerta del edicio de la Avenida Garcilaso
de la Vega le esperaba el chofer en la limosina
negra que le llevaría por la avenida Grau hasta
San Fernando, la mañana era gris, la ciudad
se movía en un estado de somnolencia, como
atrapada en la suave caída de un velo fúnebre,
una garúa que fastidiaba por su su gastada
insignicancia que le mojaba el casimir gris
que llevaba puesto, una vacua sensación de
ausencia parecía llegar a su encuentro en la
acera. Subió al auto como si tratase de huir
de esta mañana agónica de Lima plomiza.
Llego a la ocina y sabía que lo llamarían
cuando la convocatoria fuese plena. No había
ni siquiera culminado de ordenarse cuando
tocaron la puerta. Era Alberto que le dijo, “Don
Honorio, el paraninfo está colmado de profesores,
la convocatoria a la Asamblea de los Docentes de la
Facultad de Medicina de San Fernando había sido un
éxito.”, “Un momento Alberto, por favor” -le dijo
cerrando suavemente la puerta. Volvía sobre
sus pasos y pensaba que llevaría a un hombre
dedicado una vida a la práctica médica y la
reexión intelectual a sus casi 70 años a iniciar
la aventura incierta del cisma de una institución
en la que había pasado su vida entera. Qué
decisión difícil, pensó mientras recordaba que
había pasado su vida en la exigencia interior
de alcanzar los más altos niveles de conducta
intelectual y moral en la vida pública, la
docencia universitaria y la práctica médica en
San Fernando. Absorto en estos pensamientos,
levantó el teléfono y llamo a casa, “Liebe Helene,
das fünf, bitte”, Helene posó el auricular sobre